El alto costo de la vida en República Dominicana
La vida en República Dominicana se ha vuelto un ejercicio de resistencia. El costo de la canasta básica se dispara mientras los salarios se mantienen congelados. Los alimentos, la energía eléctrica, el transporte, los medicamentos y hasta el agua, ese derecho elemental, se han convertido en lujos para miles de familias. Las amas de casa hacen malabares para estirar un peso que ya no rinde, y los envejecientes, después de darlo todo en su vida laboral, viven de una pensión que apenas les alcanza para los medicamentos.
En mis recorridos por el sur profundo, el Cibao y la región Este, he visto madres solteras que levantan a sus hijos vendiendo frituras o limpiando casas, jóvenes con títulos universitarios que no consiguen empleo, y agricultores que abandonan la tierra porque los insumos cuestan más de lo que producen. No es falta de esfuerzo: es un sistema económico que no genera oportunidades reales ni protege a quienes más lo necesitan.
Durante mi más reciente visita a Barahona, me reuní con varios regidores del municipio, preocupados por el estado de abandono en que se encuentra la ciudad. Todos coincidieron en algo: el alcalde no ha ejecutado una sola obra que realmente impacte la vida de los munícipes. Barahona, una provincia con tanto potencial turístico, productivo y humano, luce hoy descuidada, con calles rotas, basuras amontonadas en cada esquina y animales deambulando por las vías. Y ni se diga del mercado público, que en vez de parecer un mercado parece una pocilga. Las condiciones son deplorables: falta de higiene, aguas estancadas y un desorden total que pone en riesgo la salud de vendedores y compradores. Lo más indignante es que han prometido la construcción de un nuevo mercado en más de veinte ocasiones y no han hecho absolutamente nada. Las calles están deterioradas, los barrios olvidados y la gente cansada de promesas incumplidas. La voz de los regidores reflejaba frustración, pero también la indignación de un pueblo que siente que el desarrollo les pasa por al lado sin detenerse.
En Villa Central, municipio perteneciente a la misma provincia, la realidad no es distinta. En la entrada de Barahona, justo en la esquina que da acceso hacia el Boulevard, me encontré con vacas y caballos sueltos caminando entre los vehículos, poniendo en riesgo a los transeúntes y choferes. Es una imagen que retrata el abandono institucional. Las autoridades conocen esa problemática desde hace años y, sin embargo, no actúan. Villa Central podría ser una zona modelo por su ubicación estratégica y su cercanía al puerto, pero hoy muestra el mismo reflejo de abandono que golpea a gran parte del país.
En una de esas conversaciones con la gente sencilla del pueblo, una señora me dijo con un suspiro que resumía el sentir de muchos: “Esto ya no da para más, mi hijo. Todo está caro, no hay trabajo, y ni la luz ni el agua llegan bien; la delincuencia nos arropa y la policía no actúa o se hacen cómplices.” Su frase me quedó grabada, porque refleja lo que miles de dominicanos sienten cada día: una mezcla de impotencia, cansancio y decepción ante un gobierno que parece haberle dado la espalda a su propio pueblo.
En conversaciones con algunos amigos y comunitarios, muchos me dicen con tristeza que todo ha cambiado “de mal a peor” en estos últimos cinco años de gobierno. Que antes al menos el dinero rendía un poco, pero ahora no alcanza para nada. Que los apagones volvieron con fuerza, que los servicios públicos están abandonados, que el agua llega sucia o no llega, y que los hospitales están saturados, sin medicamentos ni personal suficiente. En varios sectores que visité, los moradores se quejan del hedor por el cúmulo de basura, de la insalubridad en los mercados, y de los vertederos improvisados que afectan la salud de los niños y envejecientes.
A todo esto se suma el alto costo de los servicios médicos: una simple emergencia puede arruinar a una familia entera. Los seguros no cubren lo necesario, los medicamentos están por las nubes, y la gente siente que enfermarse se ha convertido en un lujo. Los barrios están llenos de personas que viven con dolencias crónicas sin poder costear un tratamiento digno.
La inseguridad también se ha convertido en una sombra constante. En cada comunidad, alguien tiene una historia de un atraco, un robo o una muerte sin justicia. La gente vive con miedo, y la policía, en lugar de prevención, muchas veces llega tarde o no llega. Esta situación alimenta la desesperanza, especialmente entre los jóvenes, que ven cómo su país les cierra las puertas mientras la delincuencia se las abre.
Y si hablamos de los servicios públicos, el panorama no mejora. En numerosos municipios, el agua potable no llega con regularidad. Las calles están llenas de hoyos, los apagones regresan, los hospitales carecen de insumos y personal suficiente, y las escuelas se caen a pedazos. En algunas aulas del interior, los estudiantes comparten pupitres rotos, los techos gotean y los baños no funcionan. Profesores desmotivados, falta de mantenimiento, y una educación pública que no prepara para competir en el mundo de hoy.
Esa precariedad se siente con más fuerza entre los envejecientes, quienes han sido olvidados por el sistema. Muchos viven solos, sin acceso a salud ni apoyo social, dependiendo de la caridad o de hijos que también luchan por sobrevivir. Mientras tanto, los jóvenes, que deberían ser el motor del cambio, se marchan del país o se resignan a empleos informales sin derechos ni futuro.
El pueblo no pide milagros, pide respuestas. Pide que el dinero público se invierta en mejorar la vida de la gente, no en campañas, privilegios o burocracia. Que los gobiernos dejen de ver las estadísticas y salgan a ver la realidad, la de los barrios donde el hambre, la inseguridad y la falta de oportunidades conviven todos los días.
Porque al final, la gente ya está despertando. El desencanto se siente en las conversaciones, en los rostros, en los mercados, en las guaguas. El pueblo dominicano está entendiendo que no puede seguir pagando los platos rotos de un gobierno indiferente, que promete cambios mientras la vida se encarece y los servicios se deterioran, el cambio no vendrá de los que nos gobiernan, sino de un pueblo decidido a ponerse de pie, a decir “basta ya” y a recuperar lo que le pertenece: su dignidad, su futuro y su país.

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