Derecho al cuidado y corresponsabilidad de los Estados
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Por: Juan Medina de los Santos; Ministerio Público. |
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) reconoció, por primera vez, el derecho al cuidado como un derecho humano autónomo (con una estructura tripartita: recibir cuidados, cuidar, auto cuidarse) inspirado en principios como la corresponsabilidad y la solidaridad.
Amparada en el artículo 64.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y su Reglamento, el tribunal abordó el tema al emitir la Opinión Consultiva Nº 31/2025, del 12 de junio de 2025, con la cual da respuesta a una solicitud formulada por la República Argentina en enero de 2023 sobre: “el contenido y el alcance del derecho al cuidado y su interrelación con otros derechos”.
Este reconocimiento representa un avance significativo en el Derecho Internacional, pues lleva el cuidado desde el ámbito privado al centro de la agenda pública y del deber estatal. Así se visibiliza una realidad históricamente ignorada, se redefine el papel del Estado, que no solo deberá asistir, sino que está obligado a garantizar y proteger respecto a este derecho.
La Corte IDH hace una interpretación amplia y evolutiva de textos de carácter internacional. Además, integra artículos de la Convención Americana de Derechos Humanos (Arts. 4, 5, 7, 11, 17, 19, 24, 26 y 1.1), de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, y de la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de donde es evidente deducir que el derecho al cuidado además de no estar divorciado de los derechos de igualdad, no discriminación y a la dignidad, depende de estos tres.
En la opinión consultiva se puede apreciar el cómo la Corte IDH establece tres dimensiones sobre el derecho al cuidado: recibir cuidado -atención digna para las personas en situación de dependencia, respetando su autonomía y dignidad-, cuidar -reconocer a quienes realizar estas tareas dentro y fuera del hogar, sean remuneradas o no, con condiciones seguras y equilibrio vida-trabajo y, por último y no menos importante, auto cuidarse: protección del derecho de quienes cuidan para que puedan procurarse bienestar, con especial atención a mujeres cuidadoras y mayores.
Inspirado en el concepto africano Ubuntu (Yo soy porque nosotros somos), este nuevo enfoque parte de la interdependencia humana para exigir políticas públicas que permitan garantizar este derecho en las tres dimensiones antes mencionadas. Desde luego, sin que esto implique sacrificios desproporcionados, especialmente para las mujeres y niñas, en particular para aquellas en condiciones de vulnerabilidad.
Cuando la Corte IDH adopta el concepto africano Ubuntu, lo emplea como una metáfora poderosa para evocar los principios de corresponsabilidad y solidaridad. Estos principios sustentan la idea de una responsabilidad compartida entre las familias, la comunidad, la sociedad civil, el sector privado y el Estado en la construcción de una red de cuidados inclusiva, adaptada y equitativa entre géneros. Al mismo tiempo, Ubuntu refleja el ideal de una humanidad solidaria y mutua, que constituyen el fundamento ético y social del cuidado como un derecho humano universal.
El reconocimiento de la interdependencia humana por parte de la Corte IDH, interpela al Estado al exigir y promover políticas públicas integrales en sectores clave como la salud, la educación y la economía del cuidado, que garanticen el derecho de todas las personas a cuidar, ser cuidadas y cuidarse a sí mismas. Además, espera que estas políticas se construyan sobre principios de justicia social.
Por décadas, el trabajo de los cuidados ha sido relegado al ámbito privado, no remunerado y feminizado. A pesar de sostener la economía y el bienestar colectivo, este trabajo no ha recibido el reconocimiento ni la protección que merece. La Opinión Consultiva de la Corte IDH cambia el paradigma: el cuidado no es caridad, ni sacrificio, ni deber moral individual. Es un derecho. Y como tal, requiere una respuesta estatal institucionalizada.
Esto implica crear Sistemas Nacionales de Cuidados Integrados, que contemplen servicios públicos accesibles, empleo digno para personas cuidadoras, licencias parentales igualitarias, protección social, atención a grupos vulnerables y campañas de transformación cultural. Todo esto requiere voluntad política, financiamiento y transparencia.
Lamentablemente, toda esta estructura jurídica y filosófica puede derrumbarse ante un fenómeno silencioso pero devastador, como lo es la corrupción, la cual se convierte en el principal obstáculo. No importa cuán bien formulen sus leyes los países o cuántas veces un órgano internacional proclame el cuidado como derecho si los recursos dejan de llegar a quienes los necesitan o si los programas se utilizan como herramientas de clientelismo político.
Por esa razón se hace cada vez más necesario que todo ciudadano sea vigilante de la cosa pública en su respectivo país, pues contrario a lo que la mayoría cree, la corrupción no solo roba el dinero colectivo, se roba también la dignidad, la igualdad y la justicia. Tiene efectos directos sobre las políticas de cuidado.
La corrupción, a través de sus diferentes manifestaciones – desvío de fondos, contrataciones opacas, simulación de servicios, omisión estatal, clientelismo, favoritismo, impunidad judicial y administrativa – es capaz de bloquear el ejercicio del derecho, es un escollo importante que sortear para intentos serios de institucionalizar el derecho al cuidado.
La corrupción perpetúa la desigualdad de género, la precariedad laboral de las cuidadoras y el abandono de personas dependientes, porque en muchas familias las mujeres siguen siendo el “colchón social” que sustituye lo que el Estado no garantiza.
Cuando recursos destinados a la salud, asistencia social o centros de cuidados son desviados, malversados o capturados por intereses particulares, las políticas de cuidado se debilitan estructuralmente o simplemente quedan silenciadas. Esto obliga a que los cuidados recaigan nuevamente en el ámbito doméstico o comunitario, reproduciendo aún más las desigualdades sociales.
En el contexto de la corrupción política, los sistemas de cuidado pueden ser instrumentalizados para obtener beneficios de diferente naturaleza, entre los que se pueden mencionar: los electorales y económicos. Estos se manifiestan con la contratación de personal sin las competencias adecuadas, adjudicaciones irregulares de contrataciones de bienes y servicios, así como manipulación de padrones de beneficiarios.
Ello lleva a una degradación en la legitimidad del sistema, impide su universalización y debilita la confianza ciudadana. Una forma menos visible en que se manifiesta la corrupción lo es la falta de voluntad política en la realización de reformas estructurales y legales, ya que los gobiernos son cooptados por lobistas o centran sus políticas en intereses corporativos que tienden a minimizar el gasto social y relegar el cuidado a una “agenda secundaria”.
Reconocer el derecho al cuidado no es un gesto simbólico: es una acción transformadora. Es decir, a millones de mujeres - y cada vez a más hombres - que su tiempo, su energía y su aporte a la vida cotidiana valen. Es poner fin a la lógica de que el cuidado es invisible, informal y gratuito.
Pero este reconocimiento debe ir acompañado de mecanismos reales para que ese derecho no se pierda en la burocracia o se diluya por la corrupción. Porque en el fondo, el cuidado no es solo una necesidad: es una expresión de justicia y de democracia.
El derecho al cuidado, tal como lo propone la Opinión Consultiva 31/2025 de la Corte IDH, no puede florecer en entornos corroídos por la corrupción.
El Ubuntu - “Yo soy porque nosotros somos”- exige un nosotros ético, un nosotros transparente, un nosotros justo. Un sistema de cuidado verdaderamente democrático no solo necesita financiamiento: necesita instituciones limpias, participación de la ciudadanía, equidad y responsabilidad pública.
La lucha por el derecho al cuidado es también una lucha contra la corrupción, porque ambas causas defienden lo mismo: la dignidad humana. Para que nadie se quede atrás en el acceso a una vida digna, es urgente que los gobiernos transformen la promesa jurídica en acción política, con presupuestos protegidos, personal capacitado, comunidades involucradas y sistemas impermeables al abuso de poder.
El Ubuntu nos recuerda que no vivimos solos. Que lo que afecta a uno, afecta al conjunto. Si el Estado asume esa verdad con responsabilidad, ética y visión, el derecho al cuidado dejará de ser una tarea invisible y se convertirá en un derecho viviente, garantizado y protegido para todas las personas, en todas las etapas de la vida.
Finalmente, el derecho al cuidado se suma al corpus iuris interamericano como un nuevo paradigma. Ya no se trata solo de proteger a las personas en sus derechos civiles o políticos, sino de asegurar las condiciones materiales, reales y efectivas que hagan posible una vida digna. Este nuevo derecho humano nos desafía a repensar el rol esencial del Estado: ya no solo como garante de libertades, sino como cuidador colectivo de la dignidad humana.
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