La práctica de incautar vehículos y bienes sin respaldo judicial se ha convertido en un vicio institucional que el Tribunal Constitucional ha decidido enfrentar con firmeza.
En este caso, la Procuraduría General de la República retuvo durante más de un año trece vehículos sin que mediara proceso penal contra su propietario, una conducta que el TC calificó como una violación al derecho fundamental de propiedad.
El precedente es aleccionador. No se trata de defender a personas vinculadas -por parentesco o sospecha- a hechos delictivos, sino de reafirmar que, en una democracia, el respeto al debido proceso y a los derechos constitucionales no puede estar condicionado por conjeturas ni por excesos de celo persecutor.
Que el Ministerio Público apelara una sentencia tan diáfana del Tribunal Superior Administrativo solo agrava su responsabilidad institucional.
Esta decisión repara un daño individual y fortalece el Estado de derecho. Pero también se inserta en una línea de continuidad jurisprudencial que revela el valor estructural del Tribunal Constitucional. Un mínimo seguimiento a sus sentencias desde su creación mostraría un catálogo extenso de decisiones que justifican su razón de ser: guardián de derechos.
A través de sus fallos, el TC corrige abusos y modela la cultura institucional del país, recordando a los órganos del poder público que, más que una opción, la legalidad es un límite infranqueable.
La justicia no puede ser utilizada como herramienta de intimidación ni la propiedad privada tratada como botín de guerra. La Constitución es norma viva, no un decorado. Como escribió Luigi Ferrajoli, “la garantía de los derechos no consiste solo en proclamarlos, sino en institucionalizar los límites del poder que pueden vulnerarlos”.
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