La soga que une las dos orillas del
río Bravo fue cortada la tarde del jueves y ya no hay de donde agarrarse para
cruzar. Pese a que ya saben qué les espera del otro lado, muchos han estado
esperando sobre la pendiente enlodada que baja hacia la orilla. Se van porque
tienen miedo y porque México no les garantiza ni los papeles, ni la protección,
ni las oportunidades que buscan. Con el agua tan alta como está a las ocho de
la noche, atravesar es aún más peligroso pero los haitianos atan más fuerte las
bolsas, agarran a sus hijos de las manos y se arrojan al río. Al otro lado
tampoco les darán la bienvenida. El Gobierno de Joe Biden empezó a deportar a
miles de migrantes. Unas prácticas “inhumanas”, según criticó el enviado
especial de EE UU para Haití, Daniel Footeal, que dimitió este jueves.
Decenas de policías llegaron de madrugada al campamento que se ha
formado del lado mexicano y limitaron el acceso. Los agentes migratorios se
sumaron más tarde y recorrieron la zona para convencer a los haitianos de ser
detenidos “de forma voluntaria”. A cambio les ofrecían lo que hasta ahora
ninguno de los dos Gobiernos les ha dado: agua, comida, techo, sanitarios,
servicios médicos y asistencia legal. “¿Por qué no vienen a ayudarnos aquí?”,
respondía una de las mujeres a los agentes que le proponían llevarla a
Tapachula, en Chiapas.
En su recorrido por la zona, donde
los migrantes se hacinan en tiendas de campañas, toldos hechos con bolsas o
directamente sobre cartones, los trabajadores del Instituto Nacional de
Migración han sido claros. Han insistido en que “quien esté gustoso” en esa
situación puede permanecer allí, pero recordando que habrá “fríos muy fuertes”.
La zona se convirtió en un hervidero de cuerpos policiales, de la Agencia de
Investigación Criminal, mientras afuera esperaban desde la mañana la Guardia
Nacional, la Policía de Acción y Reacción y varios autobuses.
“Vienen para asustarlo a uno. Vienen
solamente para engañar a la gente”, piensa Jonás Basel, un haitiano de 31 años
que viaja junto a su esposa y sus dos hijas. Este hombre pasó por Tapachula en
su camino desde Chile, de donde viene la mayoría de los migrantes que han
llegado hasta este punto, y no le encuentra sentido a volver a la frontera con
Guatemala. “Está lleno de gente y la Comar [Comisión Mexicana de Ayuda a
Refugiados] está colapsada. No voy a encontrar un permiso ni en tres ni en
cuatro meses”, afirma. Además, dice, “la gente está casi sin plata”. A él le
quedan 300 de los 10.000 dólares que tenía para el viaje: “Gastamos todo para
llegar acá”.
El campamento improvisado en el lado
mexicano se levanta en un terreno federal controlado por el Gobierno del Estado
de Coahuila. Allí funciona un espacio llamado Comedor del Migrante, que ahora
las personas han reconvertido en habitaciones multitudinarias o en baños, ante
la ausencia de instalaciones adecuadas. El martes el campamento empezaba a
parecerse a un espacio organizado, con una peluquería improvisada, una misa por
la tarde, agua y comida que entregaban ONG y particulares a toda hora, tiendas
de campaña y algún que otro colchón. Pero el jueves los ánimos eran otros. “La
gente está deprimida, es muy estresante”, apuntaba una embarazada.
El río ya había crecido por la tarde
cuando dos mujeres y un menor, de unos ocho años, se lanzaron al agua. Al otro
lado, otro migrante se tiró a ayudarlos porque pasando la mitad del trayecto la
corriente empezaba a cubrir al niño y al camión de juguete que llevaba bajo el
brazo. Allí los esperaba, imponente, otra hilera de patrullas, un “muro de
acero” para frenarlos, como la describió el gobernador republicano de Texas,
Greg Abbott. Más tarde, un grupo grande de familias volvió a cruzar. Muchos
portaban una bolsa en un brazo y un niño agarrado del otro. En la otra orilla,
agentes estadounidenses les gritaban desde una lancha que “solo los niños”
podrían subir al vehículo acuático. Los padres entregaban a sus hijos y
clamaban por ayuda con el agua por encima del pecho.
El Comité Internacional de la Cruz
Roja (CICR) ha valorado que estos migrantes se encuentran en condiciones de
“vulnerabilidad extrema” después de meses viajando desde Sudamérica y
malviviendo en los campamentos precarios en los que los mantienen los Gobiernos
de ambos países. El CICR ha recordado, además, que la situación en Haití “es
compleja” y ha reclamado a las autoridades “promover prácticas que incluyan
excepciones humanitarias para proteger a las personas”. “Una vía”, defiende
Lorena Guzmán, coordinadora de la delegación regional para México y América
Central del CICR, “podría ser proveerles de documentación migratoria para
promover una estancia regular en México, minimizando sus riesgos y facilitando
su pleno acceso a derechos de forma temporal o definitiva”.
La mayoría de personas retenidas a
ambos lados de la frontera son haitianos que salieron del país expulsados por la
inestabilidad política y económica. El país más pobre del hemisferio
occidental sufrió en 2010 un devastador terremoto que obligó a miles de
personas a empezar un éxodo, principalmente, hacia países de Sudamérica. La
grave crisis humanitaria que sufre el país desde hace una década empeoró con el
magnicidio del presidente Jovenel Moïse, en junio y el impacto del seísmo de
magnitud 7,2 que dejó más de 2.000 muertos en agosto.
Abandonaron hace años Haití y ahora
se enfrentan a una disyuntiva: ser deportados por Estados Unidos hacia ese país
del que escaparon o ser enviados de vuelta a Chiapas. Llegaron a juntarse casi
15.000 debajo del puente que separa Ciudad Acuña y Del Río y este jueves ya son
menos de 5.000, según las autoridades estadounidenses. Muchos han optado por
volver sobre sus pasos y, una vez más, cruzar el río Bravo hacia Estados
Unidos. Quizás un último intento. El camino inverso al que hicieron hace solo una semana.
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