Donald Trump, el presidente en llamas.
Despidos, dimisiones, ceses. Treinta bajas en su equipo en los primeros dos años. El líder que se ha congraciado con los supremacistas blancos convirtió la Casa Blanca en un frenopático, según algunos ex altos cargos. Crónica de cuatro años de presidencia trufados de caos, negacionismo, corrupción y obsesión por los focos.
En el
verano de 2015, el ascenso del histriónico constructor Donald Trump a candidato
republicano para la presidencia de Estados Unidos se antojaba tan absurdo que
una teoría conspirativa consistía en que el magnate se había conchabado con los
Clinton para torpedear la campaña de los conservadores y favorecer así la
victoria de la ex secretaria de Estado. Pero Trump, también estrella de reality
show, hijo de otro promotor millonario e ilustre residente de la Quinta
Avenida de Nueva York, llegó a la Casa Blanca apelando ni más ni menos que a la
insatisfacción de la clase trabajadora a lomos de un discurso contra la inmigración y el
globalismo.
Al
arrancar la campaña presidencial, se mostraba exultante, ganador antes de ganar
nada, provocador. “Tengo a la gente más leal, podría pararme en mitad de la
Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería votos”, llegó a decir aquel
enero, cuando aún nadie creía de veras que algún día dormiría en la Casa
Blanca. No andaba disparando a nadie, al menos en sentido literal, pero sí
insultaba a los inmigrantes mexicanos, prometía suspender la entrada de musulmanes
al país, había convertido el “A la cárcel” contra Hillary Clinton en el cántico
de cabecera en sus mítines y atacaba a diestro y siniestro en su cuenta de
Twitter. Mientras, el culto hacia su persona no dejaba de crecer.
El
historiador británico James Bryce emprendió a mediados de 1880 un largo viaje
para estudiar aquel joven país. En su libro resultante, The American
Commonwealth, advirtió del peligro de que la democracia estadounidense
cayese víctima de “un tirano”, pero no “un tirano contra las masas”, matizó,
“sino un tirano con las masas”.
Donald John Trump (Nueva York, 1946) ganó las elecciones
del 8 de noviembre de 2016. Muchos esperaban que, al llegar a la
Casa Blanca, adoptase una actitud más presidencial. Lo que pasó después les
sorprenderá.
Tuits
y mentiras
El día de la toma de posesión, el 20 de enero de 2017,
llovía. Es fácil recordarlo. En medio del discurso del nuevo presidente, ante
el imponente Capitolio de Washington, las gotas de agua empezaron a caer sobre
las libretas de los periodistas que seguían el acto y emborronaban las notas.
Por la noche, en el baile de gala, Donald Trump celebró con la prensa: “La
cantidad de gente; ha sido increíble hoy. Ni siquiera hubo lluvia. Cuando
terminamos el discurso, nos fuimos dentro, y entonces cayó”. Y así, al mismo
tiempo que se inauguró la presidencia comenzó también la era de los “hechos
alternativos” —tal y como los bautizó una asesora de Trump—, es decir, unos
hechos diferentes de los reales.
Trump
miente con frecuencia. The Washington
Post, que hace un recuento de todas las falsedades o
tergiversaciones del republicano, ha calculado que, hasta el
pasado 27 de agosto, el presidente ha dicho hasta 22.247 cosas inciertas. De
todo tipo y condición, desde atribuir declaraciones inexistentes a otras
personas —como que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, estaba
impresionado con su capacidad de acción y dijo que nadie había hecho tanto como
él—, hasta acusar a Barack Obama de espiarle o asegurar que, en comparación con
Europa, a Estados Unidos no le está yendo tan mal con la pandemia. En realidad,
sufre más contagios y fallecidos per cápita que todos los grandes países
europeos salvo España y Bélgica.
Twitter
es su vía de comunicación más inmediata. Tuitea sin parar, al amanecer, de
madrugada, a cualquier hora del día y, en ocasiones, de forma frenética. El
pasado 5 de junio, en plena ola de protestas
contra el racismo tras la muerte de George Floyd, batió su
récord de publicaciones en una sola jornada: 200. La cima anterior, en el
fragor del impeachment, el 22 de enero, era de 142. Por Twitter
hemos sabido de su contagio de coronavirus, en Twitter ha comunicado el despido
de altos cargos, ha amenazado a Corea del Norte con “una furia y fuego que el
mundo jamás ha visto” o ha roto en el último momento un acuerdo, tachando al
primer ministro canadiense, Justin Trudeau, de “débil” y “deshonesto”.
Porque
insultar, y hacerlo de forma feroz, se ha convertido en la nueva normalidad de
la presidencia más poderosa del mundo. A una de las asesoras a la que despidió,
Omarosa Manigault, que le había criticado, la llamó “loca”, “escoria” y
“adefesio”. Aunque el insulto más recurrente de su vocabulario,
independientemente de la falta que quiera denunciar, es el de “perdedor”.
Al
principio de su mandato y durante meses, analistas y ciudadanos aguardaban el
momento en el que Trump abandonaría el personaje de matón con el que había
ganado las elecciones y asumiría al fin el porte presidencial que se esperaba,
pero ese día nunca llegó. Trump seguía siendo el juez ogro del
concurso de talentos The Apprentice; el magnate que
se había iniciado en el mundo de los negocios reclamando, puerta a puerta, el
pago a los inquilinos morosos de su padre; el tipo capaz de congraciarse con
los supremacistas blancos y primar la credibilidad del presidente ruso Vladímir
Putin frente a la de sus servicios de inteligencia.
El
hombre espectáculo
Pero si
Donald Trump es tan malo como cuentan, ¿por qué le vota tanta gente? Si es tan
tóxico, ¿por qué sus índices de popularidad entre los republicanos se mantienen
más o menos inamovibles? Más allá del pragmático voto conservador, que traga
con sus extravagancias, ¿por qué, contra viento y marea, hay una masa de
irreductibles trumpistas que le apoya en cada incendio?
Cuando
uno pregunta en sus mítines por qué les gusta o votan al republicano, lo
primero que responden sus seguidores es: “No es un político”. Serlo, en el
ecosistema trumpiano, equivale a ocultar la realidad, vivir del contribuyente y
rendirse a los principios de la corrección política. Y los ataques del
presidente, sus salidas de tono, les sugieren una autenticidad que añoran en la
clase dirigente. En sus críticas públicas a países aliados, aunque sean tan
descarnadas como las dirigidas aquella vez a Trudeau, ven una puerta abierta a
las cocinas de la diplomacia que normalmente se les cierran.
Un día,
a Emmanuel Macron, le preguntaron por una discusión que supuestamente había
mantenido con Trump. El presidente francés se negó a responder usando una cita
del canciller Otto von Bismarck. “Nunca he explicado las bambalinas. Porque,
como decía Bismack, si explicásemos a la gente la receta de las salchichas, no
es seguro que siguiéramos comiéndolas”. Trump, por explicarlo con este símil,
hace pensar a su público que, por primera vez, va a saber la cruda realidad de
cómo se hacen esas salchichas. Si algo logra
transmitir Trump es espontaneidad. “Dice las cosas como son”, “con
él, lo que ves es lo que hay”, suelen decir sus votantes.
Como
escribió hace poco Lauren Collins en The New Yorker, durante
la campaña de 2016, “si la promesa de Obama es que él era tú, la promesa de
Trump es que tú eres él”.
Todo, en
realidad, se reduce al show. A Trump le obsesiona la atención
mediática, sigue y publicita los ratios de audiencia de sus intervenciones
televisivas como si fueran logros políticos. Ataca a la prensa crítica con
saña, pero es adicto a los focos. Contempla las ruedas de prensa como conciertos
de rock que a veces se prolongan más de una hora. Una vez, en la ONU, pidió a
los periodistas una buena pregunta como apoteosis final. “¿Recuerdan aquello
que dijo Elton John? Cuando tocas la última y es buena, no vuelvas”, dijo. Y se
han dado situaciones insólitas, como cuando en el Despacho Oval, en un saludo
protocolario con el presidente surcoreano, Moon Jae-in, le presionó para
responder a una pregunta sobre Corea del Norte.
No es
que sea transparente, porque miente con frecuencia, pero no se recuerdan
presidentes tan accesibles y expuestos. Muchas veces, lo que estaba anunciado a
la prensa como un simple posado ante las cámaras, al inicio de una reunión, se
convertía en ruedas de prensa improvisadas en las que entraba a todos los
trapos.
Los mítines
son largos monólogos, plagados de humor. En el del pasado junio, en Tulsa
(Oklahoma), habló durante casi dos horas. Parodió conversaciones con Angela
Merkel, con la primera dama, Melania, y, por supuesto, alentó el miedo: “Si
ganan los demócratas en noviembre —advirtió—, los alborotadores tendrán el
poder, nadie volverá a estar seguro”, dijo.
Un
pantano de corrupción
La
última noche de campaña, en la víspera de las elecciones de 2016, este
periódico estuvo en el último mitin de Trump en el Estado de New Hampshire. En
su alegato final para llegar a la Casa Blanca prometió: “Mi contrato con los
estadounidenses comienza con un plan para acabar con la corrupción, quiero que
todo el establishment corrupto de Washington lo sepa: vamos a
drenar el pantano”.
Para
entonces, en realidad, ya se había negado a hacer públicas sus declaraciones
fiscales, tenía problemas en los tribunales por el desvío de fondos de su
fundación benéfica y afrontaba una ristra de denuncias por negligencia contra
la Universidad Trump, un proyecto educativo que acabó cerrando tras pagar una
indemnización millonaria a los perjudicados. Pero el volumen de lo que iba a
ser todo el entramado de irregularidades con el fisco, delitos de campaña,
conflictos de intereses, intervencionismo en la justicia y amistades peligrosas
de estos cuatro años aún estaba por descubrirse. En 2019, el fiscal especial
Robert S. Mueller estaba
culminando la investigación sobre la trama rusa, es decir, las
pesquisas centradas en la injerencia del Kremlin en los comicios de 2016 y la
posible conchabanza del entorno de Trump. Para entonces, el presidente de
Estados Unidos estaba salpicado por hasta 17 investigaciones judiciales
distintas, que abarcaban los ámbitos más diversos.
Un posible delito de financiación ilegal de campaña para pagar a dos mujeres, la actriz de cine porno Stormy Daniels (nombre artístico) y la modelo de Playboy Karen McDougal, con el fin de silenciar sus supuestas relaciones extramatrimoniales. Otra investigación, originada en Nueva York, centrada en la sospecha de evasión fiscal. Una ristra derivada de la trama rusa. Se añadían las pesquisas sobre la financiación de la ceremonia de inauguración de su presidencia en 2017. Y, además, los pleitos por su hotel de lujo en Washington, que se convirtió en parada y fonda de líderes extranjeros, embajadas y actos republicanos que incitaron las denuncias por enriquecimiento indebido. Unas fueron desestimadas, otras salieron adelante.
Porque
el hombre que prometió arrebatar la Casa Blanca de “la clase política corrupta”
para devolvérsela a “la gente” nunca se desvinculó de la propiedad de sus
empresas, solo dejó la gestión en manos de sus hijos. Y la presidencia ha
resultado ser un buen negocio: según los cálculos de The Washington
Post, entre actos de carácter oficial y otros de partido, las
propiedades de Trump han recibido hasta 8,1 millones de dólares de dinero
público de donantes políticos desde 2017. Mientras, tal y como reveló una
investigación periodística de The New York Times, apenas pagó
impuestos alegando pérdidas económicas. En 2016, el año
en que fue elegido, solo tuvo que desembolsar 750 dólares, la misma cantidad
que en 2017, su primer año de mandato.
Trump ha
creado, como acuñó Martin Wolf en Financial Times, el
“plutopopulismo”, un matrimonio perfecto entre la plutocracia y el populismo de
derechas.
La
investigación de la trama rusa terminó sin consecuencias legales para Trump,
aunque el caso podría reabrirse si pierde la presidencia. En 2019 el fiscal
Mueller dio por probada la injerencia de Moscú, pero no halló evidencias
suficientes de colusión alguna con el entorno del presidente. Respecto a la
obstrucción a la justicia, otro delito por el que se investigó a Trump,
justificó que un mandatario no es procesable, salvo por la vía del impeachment,
es decir, el juicio político.
Este, el
tercero en la historia de Estados Unidos, llegaría, meses después, de la mano
de un escándalo distinto, el de Ucrania. El caso consistió en las presiones de
Trump al Gobierno de Kiev para lograr que la justicia del país anunciase
investigaciones que perjudicaban a sus rivales demócratas, recurriendo incluso
a la congelación de 391 millones de dólares en ayudas militares ya
comprometidas. Una de las pesquisas tenía por objetivo precisamente a Joe
Biden, y al hijo de este, Hunter, por sus negocios en el país.
Los
republicanos, mayoría en el Senado, absolvieron a su presidente,
pero el proceso dejó declaraciones para la historia, como cuando un embajador
estadounidense, Gordon Sondland, admitió que había presionado a Ucrania
siguiendo las órdenes del presidente. O cuando otra diplomática, Marie
Yovanovitch, relató que le llegaron a advertir de que “cuidara sus espaldas” y
se marchara de Kiev “en el siguiente avión”.
La
normalización del caos
Aquel
invierno del impeachment, el que vio morir el año 2019 y comenzar
el turbulento 2020, transcurrió en medio de una sensación de calma extraña. El
recuerdo de escándalos presidenciales anteriores, como el juicio a Bill
Clinton, en 1998, o el Watergate de Nixon, que dimitió antes de enfrentarse a
la fase final del proceso, se recordaban como capítulos transcendentales de la
historia del país, pero el Washington de Trump vivía instalado en la zozobra.
Con un líder tan insólito como Trump, que parecía siempre subido a un toro
mecánico, un impeachment parecía un día más en la oficina.
Su
Administración se convirtió, desde muy pronto, en un reguero de despidos,
dimisiones y ceses, algunos de ellos, estruendosos. En diciembre de 2018,
cuando no había llegado siquiera al ecuador de su mandato, llevaba ya más de 30
bajas en dos años, un volumen de
adioses que no se recordaba de ningún otro Gobierno.
El cese
de John Bolton, su segundo jefe de Seguridad Nacional, lo comunicó en Twitter,
sin advertir a miembros de su Gabinete y con trifulca mediante. El jefe del
Pentágono, Jim Mattis, dimitió en una agria y pública polémica por la política
de Trump en Siria. El consejero económico Gary Cohn hizo lo propio en
desacuerdo con la guerra comercial y, también, atribulado por la comprensión
que el mandatario había mostrado hacia los supremacistas blancos. Al fiscal
general, Jeff Sessions, le enseñó la puerta disgustado porque se había recusado
en la investigación de la trama rusa y favorecido la investigación
independiente de un fiscal independiente. Así, una larga lista.
Altos
cargos empezaron a relatar de forma anónima el frenopático en el que, a su
juicio, se había convertido la Casa Blanca. Uno de ellos, cuya identidad se
acaba de conocer (Miles Taylor, exjefe de personal del Departamento de
Seguridad Nacional), publicó un artículo en The New York Times en
septiembre de 2018 titulado “Yo soy parte de la resistencia interna de la
Administración de Trump” y en él contaba que varios miembros del Ejecutivo se
confabulaban para controlar los “impulsos” del republicano. “Trabajo para el
presidente pero, como otros colegas, he prometido boicotear partes de su agenda
y sus peores inclinaciones”, aseguraba, y subrayaba la “amoralidad” de Trump.
“Cualquiera que haya trabajado con él”, añadía, “sabe que no está anclado a
ningún principio discernible que guíe su toma de decisiones”.
Poco
después, el prestigioso periodista Bob Woodward,
publicó Miedo, un libro en el que describía la vida en Casa Blanca
como un vodevil de Halloween. Mediante fuentes anónimas
relataba, por ejemplo, que Gary Cohn robó un documento del escritorio del
presidente, que este tenía intención de firmar para romper un acuerdo comercial
con Corea del Sur, y el mandatario republicano nunca se dio cuenta. También,
que el general John Kelly, exjefe de gabinete, llegó a calificar a Trump de
“desquiciado” y que “era un idiota”. “Esto es una casa de locos”, sostenía.
Miles
Taylor, exjefe de personal del Departamento de Seguridad Nacional
CUALQUIERA QUE HAYA TRABAJADO CON ÉL
SABE QUE NO ESTÁ ANCLADO A NINGÚN PRINCIPIO DISCERNIBLE QUE GUÍE SU TOMA DE
DECISIONES.
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Contar
las interioridades del Gobierno se convirtió en un subgénero literario. Bolton
puso su grano de arena con unas memorias explosivas. Aseguraba, por ejemplo,
que Trump pidió ayuda a Pekín para ganar las elecciones, detallaba situaciones
incriminatorias sobre el escándalo de Ucrania y exponía la incultura general
del presidente, quien, dijo, cuando preguntó una vez si Finlandia pertenecía a
Rusia y se sorprendió de que el Reino Unido fuera una potencia nuclear.
De esos
vacíos intelectuales, Trump ha hecho muchas veces virtud, acostumbrado como
está a identificar las élites académicas o burocráticas como símbolos de un
sistema viciado. “Me gusta la gente poco formada”, dijo en su primera campaña.
A Woodward, hace escasos meses, le describió de este modo su primera cumbre con
el dictador norcoreano Kim Jong-un, en 2018: “Conoces a una mujer. En un segundo, sabes si va a pasar o
no. No te lleva 10 minutos, no te lleva seis semanas. Es
como: ‘Guau’. Vale. ¿Sabes? Te cuesta menos de un segundo”.
En la
era Trump, los piropos a líderes autoritarios y viejos rivales de Estados
Unidos como Vladímir Putin se han convertido en costumbre, aun cuando el Kremlin
está acusado de atacar el sistema electoral estadounidense. Una de las figuras
más influyentes en el presidente ha sido Jared Kushner, el marido de Ivanka Trump, la primogénita del presidente, y también
nombrada asesora. El empresario, de 39 años, dijo a Woodward que
para entender a Trump hay que fijarse, entre otras cosas, en el gato de
Cheshire de Alicia en el país de las maravillas. “Si no sabes dónde
vas, cualquier camino te llevará allí”. Más que la dirección, trataba de
explicar Kushner, importaba la perseverancia. “La polémica eleva el mensaje”,
dijo también.
Hablaba,
al fin y al cabo, del mismo presidente que no tenía problemas en amenazar con
una guerra termonuclear por Twitter. Era, en resumen, el mismo tipo que se
había presentado a las elecciones convencido de que podría disparar a alguien
en la Quinta Avenida y la gente le seguiría votando. Igual que entonces,
durante los primeros años de su Gobierno mucha gente se preguntaba: ¿Cómo
respondería Donald Trump ante la llegada de una gran crisis nacional?
Y
entonces, llegó la pandemia
Cuando
el coronavirus empezó a extenderse por el mundo, Trump se instaló en la
negación. “Prácticamente lo hemos parado”, sostenía el 2 de febrero; “un día
desaparecerá, como un milagro”, llegó a decir el 27 de ese mes; “nada se cierra por la gripe”, insistía aún el 9 de
marzo.
Luego,
cuando la ferocidad del virus se hizo evidente y se declaró la pandemia, se
impuso el instinto del animal televisivo y, durante semanas, ofreció ruedas de
prensa diarias a cuál más errática. A menos de un año de las elecciones, y con
una crisis insólita que daba al traste con su principal argumento de campaña
—la economía iba rabiosamente bien—, decidió ponerse el traje de comandante en
jefe ante una nación en peligro, pero lo hizo tan embebido de sí mismo que dio
lugar a algunos de los episodios más estrambóticos de su presidencia.
Día tras
día, contradecía a los propios expertos de la Casa Blanca en vivo y en directo,
daba información errónea sobre los tratamientos y rechazaba las recomendaciones
de su propio Gobierno, como cuando animó a reabrir el país el Domingo de
Pascua, azuzó las protestas contra el confinamiento y se empeñó en no usar
mascarilla. Esta deriva alcanzó el paroxismo el 23 de abril, animando a los estadounidenses a inyectarse
desinfectante. “Veo el desinfectante, que lo deja KO en un
minuto, ¿hay alguna manera de que podamos hacer algo así mediante una
inyección? Porque ves que entra en los pulmones y hace un daño tremendo en los
pulmones, así que sería interesante probarlo”, dijo. Dos días después aseguró
que bromeaba, pero suspendió las ruedas de prensa.
Pronto
retomó, eso sí, los actos multitudinarios con sus seguidores, en los que no
llevar mascarilla era una declaración de principios, y redobló su agenda de
actos oficiales. Mientras, se burlaba de que su rival demócrata en las
elecciones, Joe Biden, pasase la campaña prácticamente recluido en casa.
La
madrugada del 2 de octubre comunicó que tanto él como su esposa se habían
contagiado. Con 74 años de edad, el presidente formaba parte del grupo
vulnerable al virus y fue hospitalizado y tratado con fuertes medicaciones.
Quien a estas alturas de su historia en la Casa Blanca pensase que el episodio
sería un punto de inflexión en su relación con la crisis sanitaria, es que no
ha sabido tomar aún las medidas del personaje.
Cuando abandonó el hospital, grabó un
vídeo haciendo de la necesidad virtud: “He aprendido mucho de la covid, he
aprendido yendo de veras a la escuela, esta es la verdadera escuela, y lo
capto, lo entiendo, es una cosa muy interesante”, decía. “Esta es la verdadera
escuela”, insistía, erigiéndose en experto. A las pocas semanas, volvió a los
actos multitudinarios sin mascarillas.
¿Trump
es natural o interpreta un papel? ¿Sus extravagancias son espontáneas u
obedecen a una pensada estrategia? Preguntado por ello, John Bolton respondió
en una entrevista a este periódico: “Creo que es su forma de ser, pero no soy
loquero, no voy a explicar por qué es así, qué le pasó en la infancia, ni nada
de eso. No me importa; lo que importa es su forma de comportarse y ha sido así
siempre, según la gente que le conoce desde hace décadas”.
El show puede
prolongarse cuatro años más o terminar el 3 de noviembre, pero Estados Unidos ya ha descubierto con Trump una nueva
normalidad que costará mucho olvidar. En la convención
republicana de este verano, la que le coronó como candidato presidencial, su
hija, Ivanka, celebró ante el público: “Washington no ha cambiado a Donald
Trump, Donald Trump ha cambiado Washington”. Y no pudo resumirlo mejor.
https://elpais.com/ideas/2020-10-31/el-presidente-en-llamas.html
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