Aprobado en primera lectura.
Por: Xavier Carrasco
A pesar del avance simbólico que representa esta aprobación inicial, lo cierto es que el contenido del proyecto sigue generando más incertidumbres que soluciones. Se insiste en un modelo de castigo más severo como si ello fuera sinónimo de orden y paz social. Si las penas más duras realmente fueran efectivas, no existiría la criminalidad en países con cadena perpetua o incluso pena de muerte. Lo que necesitamos no es un sistema penal más rígido, sino un sistema institucional más eficiente, preventivo y justo.
En lo personal, comparto una visión que me transmitió mi profesor, colega y jefe, Valentín Medrano Peña: el país necesita avanzar hacia un modelo normativo basado en leyes especiales, que regulen de manera precisa las nuevas conductas sociales. El tiempo de los códigos generales, herencia de una tradición napoleónica, debe dar paso a marcos legales modernos, funcionales y específicos. No es casual que el legado más duradero de Napoleón no hayan sido sus conquistas militares, sino sus códigos.
Preocupa especialmente el artículo sobre el cúmulo de penas en un sistema donde los investigadores primarios no son los fiscales, sino agentes policiales sin la debida preparación. He sido testigo, y lo afirmo con responsabilidad, de cómo muchos oficiales ni siquiera dominan los procedimientos básicos: llenar un acta de arresto, realizar una requisa conforme a derecho o incluso redactar una ficha procesal correctamente. Y son esas actuaciones deficientes las que muchas veces sustentan acusaciones y medidas de coerción.
Otro aspecto alarmante es la penalización de la “relación sexual no consentida” entre parejas formales. Esto no se refiere a la violación, sino a un intento de regular desde el derecho penal la intimidad conyugal. ¿Es sensato que el Estado intervenga penalmente en la vida sexual de parejas que conviven o están unidas por vínculos formales? Esto no solo es inaplicable, sino profundamente invasivo.
Sobre el feminicidio, tampoco estoy de acuerdo con las penas de 30 a 40 años. No porque no sea grave, sino porque en nuestro contexto no se configura con claridad ese tipo penal como está concebido en otras legislaciones. Aquí, los crímenes contra mujeres muchas veces responden más a celos y patologías emocionales que a un odio estructural hacia su condición de mujer. Ya el ordenamiento actual contempla 20 años por homicidio voluntario y 30 por agravantes. Aumentar la pena no resolverá el problema de fondo.
Son demasiadas las inconsistencias de este proyecto como para celebrar su posible aprobación. Más que un nuevo código, este país necesita leyes especiales que regulen los nuevos comportamientos sociales, que brinden herramientas a las autoridades sin caer en excesos punitivos ni regulaciones absurdas.
Todo indica que, una vez más, este no será el Código que necesitamos. Y quizás eso no sea tan malo, si en lugar de insistir en un mamotreto anacrónico, comenzamos a legislar con visión de futuro.
Porque una sociedad no evoluciona con más castigo, sino con mejores leyes y mejores instituciones.
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